jueves, 27 de diciembre de 2007

Ante el Abismo...

No sé en dónde estoy. Ni tampoco porqué estoy aquí. Ni desde hace cuánto tiempo. Es un enorme desierto d epiedra. Piedras duras y afiladas. Polvoriento. Estoy muy cansada, y me doy cuenta de que a cada paso el aire se hace menos respirable, y cada inhala ción me resulta más difícil y dolorosa. No sé si es que realmente el aire está más enrarecido o si son mis pulmones los que se están dejando vencer por el agotamiento. Todo me duele mucho. Todo.
Hace mucho rato que dejé de caminar. Las piernas no me aguantaron más, y comencé a arrastrarme en cuanto sentí que las plantas de los pies se me habían desgastado de tanto frotarlas contra el suelo de piedra. Seguí arrastrándome así un rato más, hasta que las rodillas se me rasparon tanto que ya sólo me quedaba la carne viva. Ahora mis piernas, lo que eran mis piernas, ya no son sino dos trozos sangrientos d ecarne, y me arrastro con sólo la poca fuerza que me queda en el cuerpo, ayudándome con mis codos, ya raspados también, y mis manos sin uñas.
Es un vacío de todo, este desierto. No le sirve de nada a uno tener ojos, porque aquí no hay luz. No hay día, ni tampoco noche. Sólo una nada sin tiempo ni espacio alrededor de uno, y la sensación de haber perdido los ojos, o, mejor dicho, la sensación de no haberlos tenido nunca, como los pececillos de las cavernas o las lombrices de tierra.
Tampoco se oye ruido alguno. pero si me quedo quieta, puedo escuchar la sangre que gotea todavía de mis heridas, estas heridas que arden y que se hacen cada vez más grandes a causa de ese viento frío y ácido que a veces golpea como un látigo.
Pero no estoy sola. Mis demonios han venido conmigo. Y los llamo míos porque han nacido de mí, y son lo único que me queda. No puedo verlos, pero en la obscuridad puedo escuchar sus voces, y sus risas. Aunque me quedara sorda por completo podría seguirlos escuchando, porque están dentro de mí, jugando. Comiéndome las vísceras de dentro para afuera, con sus picos y garras de buitres.
A menudo he pensado que debo detenerme. Quedarme inmóvil sobre el suelo hasta que muera por desangramiento, por asfixia, por dolor, por hambre, por tristeza, por lo que venga primero. dejar que el viento ácido me erosione hasta convertirme en polvo ¿ para qué seguir con una lucha inútil?
Pero ya es tarde como para pensar en eso. he llegado al final. Al extender la mano ya no he encontrado piedras afiladas, ni suelo polvoriento. Extiendo la otra para confirmar. Lo mismo: nada. El desierto no era infinito después de todo. La tierra se termina aquí. Ante mí se extiende el Abismo. No hay más allá a donde ir. No hay más que hacer. El Abismo me atrae irremediablemente. Mis heridas se quedaron calladas, y las voces dejaron de doler, mientras me dejo caer en esta nada eterna, en la que no desapareceré, sino que nunca habré existido.